Si tan sólo pudiera seguir los mandamientos tan bien y tan fácil como mi perro…
Prácticamente siempre he tenido perros en mi vida. De hecho, no recuerdo demasiadas ocasiones en las que en nuestro hogar no rondara una criatura que necesitara paseo, alimento, aseo y jugar al tira y afloja.
Hubo un perro en particular que tuvo un profundo impacto en mi vida. Se llamaba Beatrice. Entró en nuestras vidas cuando tenía unos ocho años. Era un pastor alemán precioso que sufría de una mielopatía degenerativa que avanzaba rápidamente.
Esta condición va carcomiendo lentamente la médula espinal y provoca la pérdida de la funcionalidad de las patas y, llegado el momento, la capacidad de respirar. Durante los dos años que sobrevivió a su condición y que vivió con nosotros, lo aprendí todo sobre los perros, sobre el amor y la vida, sobre Dios:
“El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad.
Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Mi amor es imperfecto y fracasa, todos los días, en alguno de los elementos anteriores. Por contra, mi perro es el absoluto ejemplo de todos. Sólo Dios podría hacerlo mejor.
UNA HERIDA
EN EL COSTADO RECIBIÓ JESUCRISTO PARA SALVARNOS DE UNA MUERTE ETERNA.
EL PERRO DE
LOS ALPES.
Por Carlos
Rey.
Ocurrió en
las nevadas cumbres de los Alpes. Un esquiador, tras una aparatosa caída, había
quedado inconsciente en una hondonada llena de nieve. Su muerte era inminente,
ya que estaba congelándose poco a poco. En ese estado lo encontró un gran perro
San Bernardo, uno de esos animales adiestrados para rescatar a personas
perdidas.
El perro vio
el cuerpo inerte y, a fin de que le diera el sol, escarbó la nieve hasta
descubrir por completo al hombre. Luego se echó a su lado, haciendo que el
calor de su cuerpo fuera descongelando a la víctima. Así pasaron un par de
horas. Cuando volvió en sí, el hombre abrió los ojos y procuró formarse un juicio
sobre la gravedad de su condición. Creyendo que el perro que tenía a su lado
era un lobo, sacó el cuchillo y lo hundió en el costado del noble animal.
Con gran
esfuerzo, el perro se levantó y echó a andar hacia su refugio. Cuando llegó al
albergue donde estaban sus dueños, a duras penas rasguñó la puerta con las
patas antes de morir tendido en la nieve. Al hombre, que lo había matado por
ignorancia, lo rescataron de una muerte segura. El fiel perro murió en el
intento de devolverle la salud y la vida a aquel ingrato que no tenía
conciencia de lo que pasaba.
Una noche,
hace unos dos mil años, se oyó el llanto de un niño recién nacido. Ocurrió en
el pueblo de Belén, que se encontraba en la Palestina gobernada por el Imperio
Romano de aquella época. Ese niño, Dios hecho hombre, murió en una cruz treinta
y tres años más tarde con una mortal herida en el costado. Dio su vida por la
de aquellos que —ya fuera por descuidos, por errores, por faltas, por
ingratitud o por necedad— estuvieran en peligro de muerte eterna.
Jesucristo,
el Hijo de Dios, murió para que nosotros tengamos vida. Esa es la gran verdad
del evangelio, la buena noticia de Jesucristo, el gran mensaje divino. Tal
parece que toda vida nueva ha de nacer en medio del dolor y de la sangre. Así
como aquel hombre que quedó inconsciente en la nieve de los Alpes mató, sin
saberlo, al ser que le salvaba la vida, también nosotros, prácticamente muertos
en nuestras transgresiones y pecados, somos los responsables de la muerte de
Cristo. Él dio su vida para que nosotros recobráramos la salud espiritual y
tuviéramos vida abundante y eterna.
¿Cómo
podemos pagarle ese gran amor? Simplemente reconociendo, con suma gratitud, el
supremo sacrificio que hizo por nosotros, y apropiándonos de la salvación que
compró con su sangre, esa sangre que manó de su costado a causa de la herida
mortal que nosotros le hicimos.
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