martes, 22 de marzo de 2016

LO QUE LOS PERROS ME HAN ENSEÑADO SOBRE DIOS.

Lo que los perros me han enseñado sobre Dios **

Lo que los perros me han enseñado sobre Dios

Si tan sólo pudiera seguir los mandamientos tan bien y tan fácil como mi perro…
por: JEFFREY BRUNO 

Prácticamente siempre he tenido perros en mi vida. De hecho, no recuerdo demasiadas ocasiones en las que en nuestro hogar no rondara una criatura que necesitara paseo, alimento, aseo y jugar al tira y afloja.

Hubo un perro en particular que tuvo un profundo impacto en mi vida. Se llamaba Beatrice. Entró en nuestras vidas cuando tenía unos ocho años. Era un pastor alemán precioso que sufría de una mielopatía degenerativa que avanzaba rápidamente.

Esta condición va carcomiendo lentamente la médula espinal y provoca la pérdida de la funcionalidad de las patas y, llegado el momento, la capacidad de respirar. Durante los dos años que sobrevivió a su condición y que vivió con nosotros, lo aprendí todo sobre los perros, sobre el amor y la vida, sobre Dios:

“El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad.

 Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Mi amor es imperfecto y fracasa, todos los días, en alguno de los elementos anteriores. Por contra, mi perro es el absoluto ejemplo de todos. Sólo Dios podría hacerlo mejor.

 UNA HERIDA EN EL COSTADO RECIBIÓ JESUCRISTO PARA SALVARNOS DE UNA MUERTE ETERNA.
EL PERRO DE LOS ALPES.
Por Carlos Rey.
Ocurrió en las nevadas cumbres de los Alpes. Un esquiador, tras una aparatosa caída, había quedado inconsciente en una hondonada llena de nieve. Su muerte era inminente, ya que estaba congelándose poco a poco. En ese estado lo encontró un gran perro San Bernardo, uno de esos animales adiestrados para rescatar a personas perdidas.
El perro vio el cuerpo inerte y, a fin de que le diera el sol, escarbó la nieve hasta descubrir por completo al hombre. Luego se echó a su lado, haciendo que el calor de su cuerpo fuera descongelando a la víctima. Así pasaron un par de horas. Cuando volvió en sí, el hombre abrió los ojos y procuró formarse un juicio sobre la gravedad de su condición. Creyendo que el perro que tenía a su lado era un lobo, sacó el cuchillo y lo hundió en el costado del noble animal.
Con gran esfuerzo, el perro se levantó y echó a andar hacia su refugio. Cuando llegó al albergue donde estaban sus dueños, a duras penas rasguñó la puerta con las patas antes de morir tendido en la nieve. Al hombre, que lo había matado por ignorancia, lo rescataron de una muerte segura. El fiel perro murió en el intento de devolverle la salud y la vida a aquel ingrato que no tenía conciencia de lo que pasaba.
Una noche, hace unos dos mil años, se oyó el llanto de un niño recién nacido. Ocurrió en el pueblo de Belén, que se encontraba en la Palestina gobernada por el Imperio Romano de aquella época. Ese niño, Dios hecho hombre, murió en una cruz treinta y tres años más tarde con una mortal herida en el costado. Dio su vida por la de aquellos que —ya fuera por descuidos, por errores, por faltas, por ingratitud o por necedad— estuvieran en peligro de muerte eterna.
Jesucristo, el Hijo de Dios, murió para que nosotros tengamos vida. Esa es la gran verdad del evangelio, la buena noticia de Jesucristo, el gran mensaje divino. Tal parece que toda vida nueva ha de nacer en medio del dolor y de la sangre. Así como aquel hombre que quedó inconsciente en la nieve de los Alpes mató, sin saberlo, al ser que le salvaba la vida, también nosotros, prácticamente muertos en nuestras transgresiones y pecados, somos los responsables de la muerte de Cristo. Él dio su vida para que nosotros recobráramos la salud espiritual y tuviéramos vida abundante y eterna.
¿Cómo podemos pagarle ese gran amor? Simplemente reconociendo, con suma gratitud, el supremo sacrificio que hizo por nosotros, y apropiándonos de la salvación que compró con su sangre, esa sangre que manó de su costado a causa de la herida mortal que nosotros le hicimos.

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